Un Junkie motorizado va a Rehab
(1 artículo de varios…)
Esta historia empezó una tarde de enero en la tienda de
bicicletas de la esquina de Reducto con 28 de julio. En pocos días, se completaría el giro que por
entonces le di a mi vida. Venía dando de
botes con una ruptura que me tenía hipersensible. Andaba con ganas de probar cosas nuevas: clases de surf, taller de terapia a través
del arte, psicoterapia conductiva, yoga, footing, personal training, ejercicios
integrados auditivos, todas iniciativas con el mismo afán de reflexionar nuevas
direcciones, de proteger mis horas frágiles del embate de los cambios.
Vino a mí, en esa fase experimental, la idea de retomar una
afición de niño… pedalear. Por qué no?,
pensé. Mientras admiraba los distintos
modelos y la parafernalia inacabable de accesorios de la tienda, recordé que
muchas cosas de mi vida cambiarían dramáticamente en pocos días. Sea donde sea que ocurran, tal vez será mejor
que me pillen pedaleando, pensé. Y salí orgulloso con mi bicicleta nueva -una
montañera simple, aunque algo fintera-, un casco protector color gris y uno que
otro adicional. No pensé demasiado en
qué tan amplia podría llegar a ser esta nueva afición. Me llevaba en la maletera del auto una nueva
herramienta complementaria para mitigar el dolor y la incertidumbre, y eso
bastaba para el momento. Inicialmente,
sería cosa de salir a pasear por ahí, de llevarla a la playa algunos fines de
semana y, tal vez, llegar al trabajo pedaleando un día que otro. Total, mis oficinas quedaban a 6
cuadras.
Algo de ejercicio, ojalá que todos los días, pensé. Si consiguiera venirme a pedal hasta el
trabajo, me evitaría el diario dolor de huevos que era estacionar mi camioneta
en el closet de cemento que me habían asignado como parking. A la hora de mudarnos a las nuevas oficinas,
algunos meses antes, la mafia de los estacionamientos había repartido los
lugares en cualquier orden menos el que se debería. No primó ningún criterio racional en la
repartija, salvo la excepción lógica que le delegaba los mejores lugares a los
dos socios fundadores y a sus visitantes.
Después de ellos, venía el diluvio.
No importaban ni la jerarquía del individuo ni el tamaño de los autos. Lo que sí estaba claro era que mi absoluta
falta de roce con el submundo administrativo de la oficina -combinada con haber
llegado tarde y desinformado a la repartija-, me condujeron hacia el peor lugar
posible: un pequeño cofre de concreto desigual, con el suelo inclinado y las
paredes descentradas, donde había que estacionar de retro rogándole al santo
patrón de las camionetas para no quiñar la máquina.
Bueno, todo eso lo dejé pronto: el cofre de concreto y todo
eso. De mi decisión de andar por Lima en
bici va ya un poco más de un año. No hay
mucho que explicar sobre la mecánica de andar en bicicleta en sí, pues la
mayoría ha pedaleado por lo menos una vez, aunque aquella bici fuera un
armatoste oxidado y sin velocidades, de freno contra-pedal, que los protegía de
las caídas con sus rueditas laterales.
Así fue mi primera bici, la del parking al lado del parque, en Miguel
Aljovín, en la Aurora, Miraflores; la de mi papá empujándome y yo sobre la
marcha aprendiendo a que para avanzar hay que esforzarse y que, si no se tiene
cuidado, uno se cae, y que para eso es siempre bueno andar por la vida con unas
rueditas laterales de repuesto en los bolsillos (o en la cuenta bancaria).
Todos hemos experimentado el pedaleo. Recibimos aquel arte de nuestros padres y lo
transmitimos a nuestros hijos. Pero, en
el medio de la vida, la mayoría renegamos de esa disciplina. Sólo unos pocos la mantienen como arte y deporte. En cambio, las grandes mayorías nos
enfrascamos en una vida dual y motorizada.
Andamos de peatones o andamos de auto.
No existe un punto medio entre nuestras suelas lentas y el ritmo veloz
de la caja de cambios. La tercera vía,
la ciclovía, la abandonamos pronto en la vida.
Y nos acostumbramos tanto al motor a gasolina que llegamos a pensar que
no hay otra alternativa para alcanzar los destinos que coger las llaves,
desconectar la alarma, abrir la puerta, sentarse al lugar del piloto, cerrar la
puerta, encender el motor, activar el aire acondicionado (o la calefacción) y
despegar arrancado adonde el tiempo y la necesidad nos demanden. Por eso, la historia de ganar una bicicleta
es, en realidad, la de perder un auto.
Es rescatar una tercera vía que desplaza a las otras dos. Para ingresar a la ciclovía, al “camino del
pedal,” es importante ser consciente de que uno perderá su relación simbiótica
con el apéndice motorizado, y que uno descubrirá muchas cosas distintas de su
ciudad (y de sí mismo) cuando se pruebe el casco, monte encima de su bici y
apoye los pies sobre los pedales por primera vez desde que era adolescente.
En mi caso, la apéndice motorizada es una camioneta Honda CRV
que antes manejaba hacia cualquier dirección que estuviera a más de dos cuadras
de distancia. No es broma. Solía manejar seis cuadras desde mi casa, en
Miró Quesada, hasta el trabajo, en la esquina de Basadre con Camino Real. También, me trepaba a la camioneta para ir tomar
un espresso al Starbucks, que está a poco más de 2 vergonzosas cuadras de mi
departamento. Eran cuadras largas, fue mi excusa.
A veces, por el intenso tráfico que se formaba en las horas punta,
podría haberme demorado menos caminando que manejando. Aquella sensación de estar paralizado en una
fila india de SUVs era terrible, y recuerdo que admiraba con una envidia
inconsciente la libertad más lenta y constante de los jardineros, de los
serenos, de los carretilleros, de todos los pedaleros que revoloteaban como
pajaritos alrededor de nuestras varadas manadas metálicas. Por qué no se me habría ocurrido antes ser
como ellos? Cómo puede el adicto
imaginarse el día sin su dosis?
Un auto es una dosis.
Su mecánica obedece al mismo álgebra
de las necesidades de un adicto a la heroína. Por eso, les confieso que yo era un junkie de mi auto. El placer inmediato de llegar a mi destino
por la vía más corta es el mismo de una droga.
Las drogas cortan el camino hacia la satisfacción y doblegan a los
sentidos. Nada importa tanto. Lo que nos rodea pasa a ser secundario. Los demás son una cinta sin sonido. Revolotean a nuestro alrededor como ejemplos
sin utilidad: los jardineros
bicicleteros con sus herramientas al hombro y los hippies locos con audífonos
que pedalean a la universidad no pertenecen a nuestro mundo.
Cómo podríamos vivir sin auto? Sólo prima en nuestras cabezas el
cortocircuito de nuestra inyección, y las conspiraciones que nos permitan
acumular dosis adicionales. Lo mismo
sucede con un auto. Las calles y sus
contenidos pasan a un escalón secundario.
Lo que importa es el placer de llegar.
Y en ese afán de cortarle pasos a la vida: todo gira alrededor de
nuestras maniobras estresadas. Y la
desesperación de encontrar un parking para nuestro auto se parece a la del
adicto que termina su viaje de crack y no sabe cómo hacer para conseguirse su
siguiente viaje.
Mientras más usamos al auto, más lo necesitamos. Nos desesperamos si lo abandonamos en el taller. Nos da síndrome de abstinencia. Renegamos cuando debemos caminar lo que antes
surcábamos en cuatro ruedas, o cuando debemos treparnos al auto de otro o a un
taxi. Y, mientras más usamos al auto,
más nos deshumanizamos y más miedo nos dan las alternativas.
“Ay, bicicleta con este calor, cómo vas a sudar”;
“Brrrrrr…cómo puedes salir a la calle pedaleando con tanto
frío?”;
“Qué miedo! Andar en
bicicleta en Lima….hay que estar loco para querer que te atropellen”;
“Qué, no te roban la bici si la dejas en cualquier lado?
“
Los adictos no desean abandonar sus vicios. Inventan excusas. Postergan las fechas límite. Recaen.
Lo mismo sucede con los autos. La
“Vía del Pedal” no es fácil. Es el Rehab
del automóvil. Debemos obligarnos,
necesitamos superar el síndrome de abstinencia y llegar a destino.
Sobre el asiento de mi auto, postrado sobre mi trono de
cuero, con los pies controlando los pedales, con las manos gestionando la
música y el aire acondicionado, soy el soberano sobre ruedas. La masa metálica de mi automóvil me protege y
me da poder. Freno y acelero sin
esfuerzo, como un Dios despreocupado que desperdicia poderes que no le cuestan
nada. Mi empatía humana entra en
conflicto con el animal interno, con ese dinosaurio colmilludo que desprecia a
sus inferiores. “Bah, peatones, kombis,
ciclistas, mototaxis, ticos”, a todos podría aplastarlos con el borde de un
parachoques. Sobre el asiento de mi
auto, soy un coquero de aquellos, fresco después de que una línea de cocaína
nos recubrió de acero inoxidable. Me
siento el rey del mundo, duro y seguro: “Superman es cualquier huevón”, pienso.
No puedo negar que me costó abandonar mi acorazado; y que me
sigue costando. Intenté renunciar a la
mecánica belleza de ese placer inmediato y no siempre me ha ido bien con la
eliminación del vicio motorizado. Aún lo
uso para muchos destinos innecesarios. La flojera o la prisa consiguen esas recaídas
violentas. Pero qué importa, ya
empecé. Empecé a ir al trabajo
pedaleando, a pesar del invierno y a pesar del verano. Para cada excusa de mi inconsciente adicto
encontré una solución. Para empezar, la
bicicleta está instalada en un pasillo de la cocina, al alcance de la
mano. No hay excusas para no cogerla del
mango y lanzarla a la vereda. Que uno
llega con la camisa sudada en verano?
Entonces te vistes con una camiseta y lleva la camisa en la
mochila. Que no hay por dónde circular y
uno corre el riesgo que lo atropellen?
Pues a circular por las veredas o a descubrir las múltiples ciclovías
que ya existen en Lima, como las de Arequipa y Salaverry. Que no llegamos a tiempo? Pues a salir antes de tiempo y a descubrir
que, cuando se toman en cuenta el tráfico, los semáforos y las rutas, muchas
veces podemos llegar en menos tiempo.
Hoy en día, intento mantenerme dentro de la “Vía del Pedal”
si me toca llegar a algún lugar entre Barranco y Jesús María. Son 15 minutos para llegar a los puntos más
extremos. Para rutas más largas, aún
mantengo la camioneta. Ir al sur los
fines de semana en bicicleta tomaría de 5 a 10 horas. Imposible!
Pero planeo expandir el horizonte del pedal aún más, e incluir rutas de
20 minutos y de media hora. Quizás,
eventualmente, mi radio de acción alcance Chacarilla, Chorrillos y el Cono
Norte.
He dejado de ser un Junkie,
por el momento. No sé cuánto
durará. Pero va durando! Me he liberado de la adicción a mi Honda! Pero esta crónica de liberación ha sido sólo
el comienzo de mi relato. Falta
describir lo que empezó con el final de la adicción. Hasta ahora, me he detenido en el momento
inmediato de la liberación. Hasta ahora,
les he contado lo que sentía el Junkie cuando
usaba su droga. Ahora, falta el relato
sobre mi nueva “Vía del Pedal”. Falta describir
sus satisfacciones y sus peligros. Dije
que pedalear permitía conocer a Lima de una forma distinta, y que en el camino descubrían
muchas cosas sobre sí mismos. Pues eso
será pasta de otros artículos. Debo
terminar, pues este Ex Junkie de los
motores se va a cambiar de ropa en este
momento, va a coger la bici por el mango y va a guiarla a la calle a empezar el
día con su pedal.


Me gustó. ¿Cuándo viene la segunda parte?
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