martes, 12 de febrero de 2013

Un Junkie motorizado va a Rehab (1 artículo de varios…)








Un Junkie motorizado va a Rehab  (1 artículo de varios…)

Esta historia empezó una tarde de enero en la tienda de bicicletas de la esquina de Reducto con 28 de julio.  En pocos días, se completaría el giro que por entonces le di a mi vida.  Venía dando de botes con una ruptura que me tenía hipersensible.  Andaba con ganas de probar cosas nuevas:  clases de surf, taller de terapia a través del arte, psicoterapia conductiva, yoga, footing, personal training, ejercicios integrados auditivos, todas iniciativas con el mismo afán de reflexionar nuevas direcciones, de proteger mis horas frágiles del embate de los cambios. 

Vino a mí, en esa fase experimental, la idea de retomar una afición de niño… pedalear.  Por qué no?, pensé.  Mientras admiraba los distintos modelos y la parafernalia inacabable de accesorios de la tienda, recordé que muchas cosas de mi vida cambiarían dramáticamente en pocos días.  Sea donde sea que ocurran, tal vez será mejor que me pillen pedaleando, pensé.  Y  salí orgulloso con mi bicicleta nueva -una montañera simple, aunque algo fintera-, un casco protector color gris y uno que otro adicional.  No pensé demasiado en qué tan amplia podría llegar a ser esta nueva afición.  Me llevaba en la maletera del auto una nueva herramienta complementaria para mitigar el dolor y la incertidumbre, y eso bastaba para el momento.  Inicialmente, sería cosa de salir a pasear por ahí, de llevarla a la playa algunos fines de semana y, tal vez, llegar al trabajo pedaleando un día que otro.  Total, mis oficinas quedaban a 6 cuadras. 

Algo de ejercicio, ojalá que todos los días, pensé.  Si consiguiera venirme a pedal hasta el trabajo, me evitaría el diario dolor de huevos que era estacionar mi camioneta en el closet de cemento que me habían asignado como parking.  A la hora de mudarnos a las nuevas oficinas, algunos meses antes, la mafia de los estacionamientos había repartido los lugares en cualquier orden menos el que se debería.  No primó ningún criterio racional en la repartija, salvo la excepción lógica que le delegaba los mejores lugares a los dos socios fundadores y a sus visitantes.  Después de ellos, venía el diluvio.  No importaban ni la jerarquía del individuo ni el tamaño de los autos.  Lo que sí estaba claro era que mi absoluta falta de roce con el submundo administrativo de la oficina -combinada con haber llegado tarde y desinformado a la repartija-, me condujeron hacia el peor lugar posible: un pequeño cofre de concreto desigual, con el suelo inclinado y las paredes descentradas, donde había que estacionar de retro rogándole al santo patrón de las camionetas para no quiñar la máquina.

Bueno, todo eso lo dejé pronto: el cofre de concreto y todo eso.  De mi decisión de andar por Lima en bici va ya un poco más de un año.  No hay mucho que explicar sobre la mecánica de andar en bicicleta en sí, pues la mayoría ha pedaleado por lo menos una vez, aunque aquella bici fuera un armatoste oxidado y sin velocidades, de freno contra-pedal, que los protegía de las caídas con sus rueditas laterales.  Así fue mi primera bici, la del parking al lado del parque, en Miguel Aljovín, en la Aurora, Miraflores; la de mi papá empujándome y yo sobre la marcha aprendiendo a que para avanzar hay que esforzarse y que, si no se tiene cuidado, uno se cae, y que para eso es siempre bueno andar por la vida con unas rueditas laterales de repuesto en los bolsillos (o en la cuenta bancaria).

Todos hemos experimentado el pedaleo.  Recibimos aquel arte de nuestros padres y lo transmitimos a nuestros hijos.  Pero, en el medio de la vida, la mayoría renegamos de esa disciplina.  Sólo unos pocos la mantienen como arte y deporte.  En cambio, las grandes mayorías nos enfrascamos en una vida dual y motorizada.  Andamos de peatones o andamos de auto.  No existe un punto medio entre nuestras suelas lentas y el ritmo veloz de la caja de cambios.  La tercera vía, la ciclovía, la abandonamos pronto en la vida.  Y nos acostumbramos tanto al motor a gasolina que llegamos a pensar que no hay otra alternativa para alcanzar los destinos que coger las llaves, desconectar la alarma, abrir la puerta, sentarse al lugar del piloto, cerrar la puerta, encender el motor, activar el aire acondicionado (o la calefacción) y despegar arrancado adonde el tiempo y la necesidad nos demanden.  Por eso, la historia de ganar una bicicleta es, en realidad, la de perder un auto.  Es rescatar una tercera vía que desplaza a las otras dos.  Para ingresar a la ciclovía, al “camino del pedal,” es importante ser consciente de que uno perderá su relación simbiótica con el apéndice motorizado, y que uno descubrirá muchas cosas distintas de su ciudad (y de sí mismo) cuando se pruebe el casco, monte encima de su bici y apoye los pies sobre los pedales por primera vez desde que era adolescente.

En mi caso, la apéndice motorizada es una camioneta Honda CRV que antes manejaba hacia cualquier dirección que estuviera a más de dos cuadras de distancia.  No es broma.  Solía manejar seis cuadras desde mi casa, en Miró Quesada, hasta el trabajo, en la esquina de Basadre con Camino Real.  También, me trepaba a la camioneta para ir tomar un espresso al Starbucks, que está a poco más de 2 vergonzosas cuadras de mi departamento.  Eran cuadras largas, fue mi excusa.  A veces, por el intenso tráfico que se formaba en las horas punta, podría haberme demorado menos caminando que manejando.  Aquella sensación de estar paralizado en una fila india de SUVs era terrible, y recuerdo que admiraba con una envidia inconsciente la libertad más lenta y constante de los jardineros, de los serenos, de los carretilleros, de todos los pedaleros que revoloteaban como pajaritos alrededor de nuestras varadas manadas metálicas.  Por qué no se me habría ocurrido antes ser como ellos?  Cómo puede el adicto imaginarse el día sin su dosis?

Un auto es una dosis.  Su mecánica obedece al mismo álgebra de las necesidades de un adicto a la heroína.  Por eso, les confieso que yo era un junkie de mi auto.  El placer inmediato de llegar a mi destino por la vía más corta es el mismo de una droga.  Las drogas cortan el camino hacia la satisfacción y doblegan a los sentidos.  Nada importa tanto.  Lo que nos rodea pasa a ser secundario.  Los demás son una cinta sin sonido.  Revolotean a nuestro alrededor como ejemplos sin utilidad:  los jardineros bicicleteros con sus herramientas al hombro y los hippies locos con audífonos que pedalean a la universidad no pertenecen a nuestro mundo. 

Cómo podríamos vivir sin auto?  Sólo prima en nuestras cabezas el cortocircuito de nuestra inyección, y las conspiraciones que nos permitan acumular dosis adicionales.  Lo mismo sucede con un auto.  Las calles y sus contenidos pasan a un escalón secundario.  Lo que importa es el placer de llegar.  Y en ese afán de cortarle pasos a la vida: todo gira alrededor de nuestras maniobras estresadas.  Y la desesperación de encontrar un parking para nuestro auto se parece a la del adicto que termina su viaje de crack y no sabe cómo hacer para conseguirse su siguiente viaje.

Mientras más usamos al auto, más lo necesitamos.  Nos desesperamos si lo abandonamos en el taller.  Nos da síndrome de abstinencia.  Renegamos cuando debemos caminar lo que antes surcábamos en cuatro ruedas, o cuando debemos treparnos al auto de otro o a un taxi.  Y, mientras más usamos al auto, más nos deshumanizamos y más miedo nos dan las alternativas.

“Ay, bicicleta con este calor, cómo vas a sudar”; 
“Brrrrrr…cómo puedes salir a la calle pedaleando con tanto frío?”;
“Qué miedo!  Andar en bicicleta en Lima….hay que estar loco para querer que te atropellen”;
“Qué, no te roban la bici si la dejas en cualquier lado?
Los adictos no desean abandonar sus vicios.  Inventan excusas.  Postergan las fechas límite.  Recaen.  Lo mismo sucede con los autos.  La “Vía del Pedal” no es fácil.  Es el Rehab del automóvil.  Debemos obligarnos, necesitamos superar el síndrome de abstinencia y llegar a destino.

Sobre el asiento de mi auto, postrado sobre mi trono de cuero, con los pies controlando los pedales, con las manos gestionando la música y el aire acondicionado, soy el soberano sobre ruedas.  La masa metálica de mi automóvil me protege y me da poder.  Freno y acelero sin esfuerzo, como un Dios despreocupado que desperdicia poderes que no le cuestan nada.  Mi empatía humana entra en conflicto con el animal interno, con ese dinosaurio colmilludo que desprecia a sus inferiores.  “Bah, peatones, kombis, ciclistas, mototaxis, ticos”, a todos podría aplastarlos con el borde de un parachoques.  Sobre el asiento de mi auto, soy un coquero de aquellos, fresco después de que una línea de cocaína nos recubrió de acero inoxidable.  Me siento el rey del mundo, duro y seguro: “Superman es cualquier huevón”, pienso.

No puedo negar que me costó abandonar mi acorazado; y que me sigue costando.  Intenté renunciar a la mecánica belleza de ese placer inmediato y no siempre me ha ido bien con la eliminación del vicio motorizado.  Aún lo uso para muchos destinos innecesarios.  La flojera o la prisa consiguen esas recaídas violentas.  Pero qué importa, ya empecé.  Empecé a ir al trabajo pedaleando, a pesar del invierno y a pesar del verano.  Para cada excusa de mi inconsciente adicto encontré una solución.  Para empezar, la bicicleta está instalada en un pasillo de la cocina, al alcance de la mano.  No hay excusas para no cogerla del mango y lanzarla a la vereda.  Que uno llega con la camisa sudada en verano?  Entonces te vistes con una camiseta y lleva la camisa en la mochila.  Que no hay por dónde circular y uno corre el riesgo que lo atropellen?  Pues a circular por las veredas o a descubrir las múltiples ciclovías que ya existen en Lima, como las de Arequipa y Salaverry.  Que no llegamos a tiempo?  Pues a salir antes de tiempo y a descubrir que, cuando se toman en cuenta el tráfico, los semáforos y las rutas, muchas veces podemos llegar en menos tiempo.

Hoy en día, intento mantenerme dentro de la “Vía del Pedal” si me toca llegar a algún lugar entre Barranco y Jesús María.  Son 15 minutos para llegar a los puntos más extremos.  Para rutas más largas, aún mantengo la camioneta.  Ir al sur los fines de semana en bicicleta tomaría de 5 a 10 horas.  Imposible!  Pero planeo expandir el horizonte del pedal aún más, e incluir rutas de 20 minutos y de media hora.  Quizás, eventualmente, mi radio de acción alcance Chacarilla, Chorrillos y el Cono Norte.

He dejado de ser un Junkie, por el momento.  No sé cuánto durará.  Pero va durando!  Me he liberado de la adicción a mi Honda!  Pero esta crónica de liberación ha sido sólo el comienzo de mi relato.  Falta describir lo que empezó con el final de la adicción.  Hasta ahora, me he detenido en el momento inmediato de la liberación.  Hasta ahora, les he contado lo que sentía el Junkie cuando usaba su droga.  Ahora, falta el relato sobre mi nueva “Vía del Pedal”.  Falta describir sus satisfacciones y sus peligros.  Dije que pedalear permitía conocer a Lima de una forma distinta, y que en el camino descubrían muchas cosas sobre sí mismos.  Pues eso será pasta de otros artículos.  Debo terminar, pues este Ex Junkie de los motores  se va a cambiar de ropa en este momento, va a coger la bici por el mango y va a guiarla a la calle a empezar el día con su pedal.



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