martes, 26 de febrero de 2013

LIMA PORNO-CHANCHADA



LIMA PORNO-CHANCHADA

El filme porno nos quiere cegar con tanta visibilidad.  Así está el mundo.  Todo tiene que tener contornos claros, valor claro, como en los supermercados.
Arnaldo Jabor
Viagem ao Pornocinema

La Porno-chanchada fue un género de comedia brasilera que  combinaba guiones improvisados con erotismo ligero.  Su esplendor durante los años setenta lo alimentó la represión de la dictadura militar.  Como no se podía criticar al gobierno, al menos te permitían ver a Sonia Braga y a Vera Fischer calatas.  Tanta visibilidad mantenía al pueblo ciego.  Qué mejor para disimular la represión y la censura que una nalga visible, de valor claro, incuestionable?

Esta historia no comienza necesariamente con una Porno-chanchada, pero su origen sí está relacionado indirectamente con la pornografía, con cómo su visibilidad pudo llegar a cegarme por completo.  Con cómo, después de ciego, pude recuperar la vista y redescubrir aquello esencial que es invisible a los ojos (pero que los necesita).  Todo empezó dentro de mi auto en una mañana soleada de verano del 2013, cuando iba recorriendo el Zanjón con dirección a Chota y Uruguay, en el centro de Lima.  Mientras conducía por esa ruta, sin planearlo, alcancé un momento ZEN, una iluminación.  Mi mundo visible, de contornos claros, pronto caería en pedazos.

Cómo llegué a aquel momento ZEN?  Y qué podrían tener un momento ZEN y una Porno-chanchada en común? Les explico.  El año pasado, después de un montón de investigación por internet, me acabé comprando un equipo especial de ejercicios experimental, de la empresa Integrated Listening Systems.  El equipo venía con unos audífonos especiales que vibran de tal manera que escuchas no sólo por los oídos sino que, también,  conduce el sonido a través del cráneo, pues la base de soporte trae un vibrador adherido.  Se supone que aquel tipo de estimulación musical total te ayuda a integrarte mejor contigo mismo y rebobina y reorganiza tus cintas neurológicas.  Es como sumergirse, durante unos minutos, dentro del líquido amniótico original, donde el sonido no sólo ingresaba por los oídos, sino que te vibraba por todo el cuerpo entero.

La caja vino con los audífonos especiales, con un amplificador de altos y bajos, y con un Ipod programado.  A la música incluida dentro del Ipod, que combinaba composiciones instrumentales clásicas con cantos monásticos, la habían tuneado con frecuencias altas y variables de tal manera que estimulara distintas partes del cerebro.  Según la propaganda, integraría mejor las diferentes partes y deberías terminar el programa con una mejor armonía mental y emocional. 

Así que me metí en eso de la meditación trascendental con esteroides.  Anduve unos meses cual Lans Armstrong del ciclismo musical meditacional, montado con una máquina que mantenía a mi cerebro estimulado con un performance enhancer sónico.  Todas las mañanas, mi cabeza pedaleaba un Tour de France musical. Andaba con los audífonos puestos, bombardeando mis neuronas 360 grados a la redonda con aquellos ritmos tuneados en alta frecuencia.  Salía a correr alrededor del Golf y por el malecón de Miraflores con ellos puestos.  Eran tan pesados que debía sujetármelos con una vincha deportiva, y por los rostros de las personas con las cuales me cruzaba por el circuito de footing, era evidente que me veía como un científico loco probando alguna invención destartalada.

O, quizás, lo que revelaran aquellos rostros fuese sospecha, sospecha de que alguna armonía interna me estaba ayudando a navegar meditabundamente el asfalto a zapatilla limpia y en mejores condiciones que ellos.  Quizás, lo que anduvieran pensando era que aquellos audífonos me proveían de una ventaja, y que aquella desigualdad a la hora de encarar la carrera merecía un test antidoping y un ban completo del circuito no profesional de runners de El Golf – Malecón de Miraflores.  No obstante, nunca me detuvieron, ni me llevaron de la mano a realizarme test alguno, y logré continuar corriendo estimulado por las altas frecuencias de aquellos potentes audífonos por semanas y semanas.

Fue de las instrucciones de cómo utilizar aquel potente equipo que extraje la idea que acabó generando mi momento ZEN.  Durante la hora que duraba el ejercicio diario de audio, el manual de instrucciones me recomendaba “no leer textos ni ver pantallas de televisión ni monitores de computadora”.  Los ejercicios físicos, el movimiento y la contemplación sí estaban permitidos (y eran recomendados).  Había una relación entre la potencia del efecto de la música y la habilidad de concentrarse en actividades que no capturaran nuestra atención, como correr por la calle o meditar.  En cambio, las pantallas animadas, los libros y los letreros eran como vampiros de la atención y había que evitarlos a toda costa.

Quizás las instrucciones debieron ser más explícitas.  Me hubiera dado cuenta más rápido, y mi momento ZEN habría llegado meses antes.  Habría bastado con una línea: “mientras escuche esta cinta, le solicitamos que no vea nada pornográfico”.  Y es que, cuando me puse un día a pensar en las implicancias de no leer, de no enfocarme en pantallas planas repletas de imágenes animadas o de atender a las animaciones de íconos y apps, me vinieron a la cabeza las frases del periodista brasilero Arnaldo Jabor cuando salió de un estudio en Río de Janeiro, donde se doblaban películas porno americanas.  Escribió:

El mundo moderno detesta la duda. Después de la penetración absoluta, del orgasmo absoluto, no queda más espacio para ningún deseo nuevo. 

Me di cuenta de que vivo en un estado de penetración absoluta.  Y no soy el único.  Tú vives en un estado de penetración absoluta.  Él vive.  Nosotros vivimos.  Vosotros vivís.  Ellos viven.  Nos rodea una realidad pornográfica distinta de nuestro medio natural.  Y esta realidad artificial nos penetra sin limitaciones.  Diariamente, salimos a la calle a ser violados por letreros de propaganda, por vallas con anuncios, pantallazos fugaces de productos y servicios, todos repletos de imágenes y colores artificiales que nos estimulan hasta el punto del orgasmo.  Qué implica esa sobre-estimulación para nosotros.  En qué nos puede haber transformado?  De qué nos estamos perdiendo cuando nos enfocamos en esos carteles?  Qué abandonamos cuando nuestra atención está enfocada en la pantalla de un Smartphone?

Mientras le daba vuelta a esta idea, recordé un documental.  El actor Adrian Grenier, de Entourage, produjo Teenage Papparazzo para mostrar la vida de un niño en Los Ángeles, quien había decidido convertirse en Papparazzo.  El filme narra la contradictoria vida de plástico alrededor del cine, y nos muestra al niño y sus estrellas favoritas y al incesante revoloteo de la moscas con cámara que lo rodean todo y lo fotografían todo.  Este niño engreído y sobregirado se pasea por el mundo, invulnerable, con su cámara profesional colgada del pecho.  La intimidad y la privacidad, para él, no existen.  Invade los espacios públicos y privados en busca del orgasmo del flash que expondrá las carnes exteriores de sus estrellas.  Aquel niño pasa a formar parte del sistema que aplana y plastifica la realidad para transformarla en un producto de consumo sólido, atractivo y deseable.  Y en ese proceso, el propino niño pasa por un proceso de plastificación y aplanamiento.

Recordé que, en un extracto del documental, Grenier nos sugiere que todos los aparatos que el hombre ha inventado han sido diseñados para llamar nuestra atención, para satisfacer nuestro ego.  Estos aparatos nos hablan directa y constantemente, como si fueran nuestros súbditos inagotables.  Un I-Phone brilla y emite luces y sonidos para demostrarnos que está ahí, disponible para nosotros.  Aquel I-Phone sobre la mesa sólo desea que lo agarremos y lo miremos, que pasemos nuestro dedo por la pantalla.  Para eso fue fabricado.

Los anuncios comerciales en la calle, las pantallas de televisión, todos los letreros sobre las avenidas han sido calibrados para dirigirse a nosotros y capturar nuestros ojos.  El efecto compuesto de esa masa de FANS gratuitos e incansables que tenemos alrededor debe ser enorme y debe afectar nuestro ego y distorsionar nuestra percepción de nosotros mismos.  Podemos llegar a pensar que el mundo gira alrededor nuestro, como el niño Papparazzo.  Podemos llegar a pensar que SOMOS ESTRELLAS!

En cambio, el mundo natural es peligroso y ajeno.  En él, somos meros EXTRAS de una gran película cuyo guión desconocemos.  Le importamos un comino a las rocas.  Las montañas no están ahí para captar nuestra atención, sino para aplastarnos.  Un árbol no viene con manual de instrucciones ni con pantallas o botones.  Un cactus no sonríe hacia los caminantes ofreciéndoles algo que comprar.  Sólo nos ofrece sus duras espinas.  Un elefante es un elefante es un elefante.  A rose is a rose is a rose.  Un tigre es un tigre es un tigre.  Y muerde.

Puede que Dios sea la mejor historia, como propone Piscine Molitor Patel en Life of Pi, pero eso no le impide al tigre su fiereza, ni previene que las tormentas hundan los barcos.  El mundo es el mundo es el mundo es el mundo…El mundo es ancho y ajeno.  NOSOTROS somos el producto que evolucionó para admirarlo. ELLA, la naturaleza, no ha sido diseñada para que la admiremos, y mucho menos para que, a través de esa admiración, nos entren ganas de comprarnos una lata de Coca Cola, una Jeep Cherokee o un Sublime.

Por otro lado, en las grandes ciudades y a lo largo de sus redes de autopistas, la sociedad ha rediseñado el paisaje diario para transformarlo en espacios estimulantes y eficaces que buscan activamente LLAMAR NUESTRA ATENCIÓN.  Hemos reemplazado a aquel mundo original, al mundo que nosotros no construimos (al mundo que, por el contrario, nos originó), por un potpurrí CUT AND PASTE de escenas pornográficas explícitas QUE BUSCAN PENETRARNOS por los ojos y los oídos.  Todo tiene contornos claros, valor claro.  Las ciudades, hoy, son vastos supermercados de imágenes.  Las ciudades, hoy en día, SON PORNO-CINEMAS.

Con los audífonos puestos, a punto de salir hacia mi reunión de trabajo en Chota con Uruguay, pensé en la ciudad de Lima.  Pensé en sus nueve millones de habitantes.  Pensé en sus avenidas, en sus montañas, en sus faroles, en sus torres de microondas, en los barrios acomodados y en las barriadas que los rodean.  Pensé en su vasta red de desagüe y en los cables de luz que cuelgan de los postes.  Me puse a pensar en el recorrido que haría desde San Isidro hasta el centro y en lo que encontraría mientras recorriera la Javier Prado o el Zanjón.  Lima es, hoy, pensé, a pesar de su fealdad tercermundista, un gran espacio CUT AND PASTE de pornografía explícita también.  Por el mismo Paseo de la República rebosan carteles planos de colores vibrantes.  Piensen en lo explícitos que son, en cómo han sido dispuestos vulgarmente sobre los edificios y en las intersecciones para maximizar su visibilidad desde los carriles de la Vía Expresa.  Son como globos de colores en una fiesta para niños.   Son como un pezón de Sonia Braga en una Porno-chanchada.

Un letrero de aquellos, con gigantescas letras y eslógans pegajosos, muestra a una seductora adolescente que viste una suelta blusa roja y que ríe sin mirarnos, con los labios retorcidos por el deseo incontrolable.  “Siente la realidad de vivir Coca Cola”….”Libérate con toallas higiénicas Always”….”Yo le digo NO a… “. Las frases vienen en colores y en diagramas armoniosos pensados para resaltar en tu campo visual.   Las acompañan imágenes planas y enormes de modelos escogidas por su atractivo, y escenas pensadas, debatidas y filtradas durante horas en reuniones en salones de estudios de producción.  Cada letrero es el resultado del incansable trabajo intelectual que combina la originalidad desenfadada de creativos publicitarios con el capitalismo pragmático de los ejecutivos de cuenta.  Cada letrero es una producida prostituta de nightclub, entrenada para intentar extraernos toda la plusvalía posible.

Y si no es un letrero comercial que busca vendernos algo, entonces es del otro tipo de letreros, de los que han producido los comités marxistas del estado totalitario y bonachón.  Los rojos PARES, los verdes y ámbares de los semáforos.  Las pistas se transforman en cómodos manuales de instrucción repletos de señalética.  Las calles se mueren de ganas de ayudarnos, de conducirnos, de prevenirnos.  Como reza aquella otra propaganda, la de Rímac: TODO VA A ESTAR BIEN…Las líneas fosforescentes demarcan las posibilidades seguras sobre el asfalto.  No hay que esforzarse mucho ni asumir riesgos.  Está todo ahí, mapeado y dispuesto.  Si nos perdemos, basta con mirar hacia los carteles que rezan AVENIDA MÉXICO o VIA EXPRESA, y cuya pintura blanca neón resalta de noche sobre el verde con la fosforescencia que adquieren de nuestros faros. 

Continué pensando en el recorrido entre San Isidro y Chota con Uruguay, y me imaginé cada palmo de las avenidas demarcado con sus claras líneas amarillas.  Visualicé que todo, absolutamente todo el recorrido estaría demarcado correctamente por semáforos, carteles, flechas y mensajes.  TODO VA A ESTAR BIEN…

Fue en medio de aquella imagen ruidosa y confusa que decidí rebelarme.  NO VOY A MIRAR MÁS, pensé mientras encendía mi auto y me preparaba para abandonar el garaje.  En aquel primer momento, decidí que circularía por Lima sin prestarle atención a ninguna señal de tránsito, que no leería un solo eslogan, ni desviaría la mirada hacia los pechos planos de ninguna modelo de letrero.  Nunca me imaginé que tal empresa podría llegar a ser tan difícil.  Mi optimismo me lanzó a la calle seguro de que avanzaría por un túnel propio, oscuro y sin letras ni imágenes distractoras.  Pronto, descubrí lo difícil que sería.  Pero, también, descubriría una enorme satisfacción que nunca hubiera podido descifrar sin aquel ejercicio.

Ya por la calle, circulando, me enfrenté con los letreros, con las líneas amarillas, con la señalética interminable de las avenidas.  Les puedo confesar que es imposible, al principio, no mirar?  Piensen en toda la sapiencia que ha sido invertida en posicionar los letreros y las señales.  Iba por Laureles con Basadre y las fuertes y llamativas líneas continuas amarillas me llamaban con fuerza.  MIRAME.  Decían.  Y, si decidía voltear hacia otro lado, me daba con algún letrero de avenida.  Y fue peor aún cuando ingresé a Javier Prado y, luego, a Paseo de La República.  Allí estaban todos aquellos carteles de propaganda como flores de un jardín de fantasía.

Cuando ingresé con mi Honda por el Paseo de la República fue cuando la mierda llegó al ventilador.  Tuve que tener valor e intenté evitar voltear hacia el múltiple carnaval de pancartas que flanquean la avenida.  Fue como darme con un cinturón de asteroides brillantes en el medio del espacio.

Realmente es desagradable cuando uno se pone a pensar en esos carteles y los ve por lo que realmente son.  Es decir, cuando uno se olvida de la hermosura de sus colores e ignora las sonrisas de sus protagonistas y se enfoca en el acero oxidado que los sostiene, en cómo se sujetan sobre los edificios cual brotes cancerígenos.  Pero eso ayuda.  Ayuda pensar en los carteles como en excesos que afean, pensar que son pólipos,  tumores, granos, vómitos.

No puedo decirles que lo conseguí totalmente, pero lo conseguí! Conseguí evadirme, durante largos intervalos, mientras manejaba, del magnético atractivo de las pancartas.  Pero es un trabajo difícil y disciplinado.  Es necesario desenfocar los ojos para evitar las letras que nos atraen hacia los carteles.  Esas letras intensas son sirenas narcóticas de una voz irresistible.  Para combatir su atracción es necesario pensar en esos letreros como si fueran objetos muertos, cuando a todas luces los han diseñado para que nos parezcan faroles cargados de mensajes eróticos.

Poco a poco, le fui perdiendo el gusto a los anuncios.  Los letreros y las líneas amarillas y blancas de la avenida se disolvieron y pronto el asfalto fue una sola masa sin divisiones artificiales ni direcciones. Con la mirada desenfocada, empezaron a adquirir más relevancia las formas naturales.  Los árboles y jardines laterales ganaron peso en medio del paisaje.  Las letras se disolvieron, transformándose en líneas, en manchas, en diagramas.  Una paz inmensa me invadió.  Mientras escuchaba la música a través de los audífonos (los llevaba puestos como parte del experimento), la ciudad empezó a fluir como un manto natural, sin puntos ni comas.  Me sentí un animal recorriendo la sabana de un continente analfabeto.  No leer, no prestar atención a los cientos de mensajes intercalados me liberó la cabeza hacia otras cosas.  Y ahí fue que PUM, BANG, me llegó el momento ZEN como una bala de salva emergiendo de un esquife solitario en una noche fresca.

Manejar sin leer.  Andar por el mundo sin una espiral de objetos diseñados para chuparme la atención.  Fue como espantar a los murciélagos de la cueva.  Salieron volando a toda velocidad y dejaron en el interior de la caverna un enorme espacio abierto y libre.  La ciudad me empezó a mostrar los lados que nunca miraba porque estaba drogado de carteles.  Volteé hacia la derecha y centré mi atención en los jardines laterales del Zanjón.  Vi gente durmiendo sobre el grass, relajada, a pleno día.  Algunos era claro que eran mendigos.  Otros, podrían ser obreros camino a algún encargo o juerguistas empedernidos sin residencia aparente, durmiendo la borrachera.  Nunca los había notado.  Seguro que siempre estuvieron ahí.  Pero en mi cosmovisión anterior ellos eran menos interesantes que una botella de Coca-Cola adherida a un letrero.

Vi un niño cagando en la Vía Expresa, lo juro.  Se había descolgado por una veranda y cagaba libre sobre un jardín lateral a la izquierda.  Desde arriba de la veranda, su madre, vestida de pollera y sombrero, lo alentaba a cagar rápido.  Llevaba en las manos un rollo de papel higiénico y nerviosa lo apuraba.  Supongo que no sería divertido que se les cruzara un sereno por ahí.

Continué circulando.  Observé las esquinas rotas y sucias de los puentes peatonales y bajo los puentes del cruce de avenidas, todas aquellas zonas que son lejanas porque nunca las miramos, pero que en verdad están en nuestras narices.  Cuánta mugre y cuántas rajaduras e imperfecciones noté en las zonas oscuras, debajo de esos puentes que nadie mira.

Cuando emergí del Zanjón y bordeé la plaza Grau, ya no quería leer de un cartel nunca más.  Me impresionaron los relieves de los edificios Belle Epoque y Art Nouveau, el verde de los jardines de la Exposición y las estatuas del paseo Colón, las personas, los peatones que circulaban por las avenidas y que nunca observaba porque iba hipnotizado de cartel en cartel.  Estudié marcos de puertas y contornos de paredes.  Vi jubilados y travestis cruzando la calle.  Vi vendedores ambulantes y amantes.  Me posé en la belleza extraña de los puestos de venta destartalados, de las peluquerías de barrio y los negocios diversos que hay por toda la avenida Wilson.  Vi una ciudad orgánica y viva: el paisaje que no había sido diseñado para hipnotizarme.

Y llegué a Uruguay 514 libre y ZEN.  En paz.  Respiré profundo y me destapé los audífonos.  Percibí el silencio dentro de mi auto.  Apagué el motor y el aire acondicionado.  Afuera, me esperaba un paisaje repleto de texto e imágenes explícitas.  Pero ya estaba libre de ellas y de sus contornos y valores claros.  Nada te turbe, pensé.  Si vas para Itaca, piensa en el viaje, no en el destino.  Es esa la clave anti-pornográfica.  Si el camino importa más que el destino, pensé.  Si el foreplay más que el orgasmo, pensé.  Y en todo esto pensé mientras bajaba del estacionamiento del Plaza Vea con dirección a la vereda y no leía un solo cartel, me tomaba el trabajo de no enfocar la mirada en ningún logo ni letra ni modelo ni sonrisa ni nada.  Era libre y mi ciudad era una selva que no me quería ni me odiaba.  Yo circulaba por ella y ella me dejaba circular.  Y nada estaba claro ni definido.  Más bien, las cosas orbitaban borrosas y nada giraba alrededor de mí.  No había CLUB DE FANS.  No había Porno-chanchada.  El centro estaba en otro lado y eso era la paz, la calma, la libertad. Daban ganas de acostarse en la calle a dormir.  Shhhhhh…

martes, 12 de febrero de 2013

Resbalón de Letras: Un Junkie motorizado va a Rehab (1 artículo de va...

Resbalón de Letras: Un Junkie motorizado va a Rehab (1 artículo de va...: Un J unkie motorizado va a Rehab  (1 artículo de varios…) Esta historia empezó una tarde de enero en la tien...

Un Junkie motorizado va a Rehab (1 artículo de varios…)








Un Junkie motorizado va a Rehab  (1 artículo de varios…)

Esta historia empezó una tarde de enero en la tienda de bicicletas de la esquina de Reducto con 28 de julio.  En pocos días, se completaría el giro que por entonces le di a mi vida.  Venía dando de botes con una ruptura que me tenía hipersensible.  Andaba con ganas de probar cosas nuevas:  clases de surf, taller de terapia a través del arte, psicoterapia conductiva, yoga, footing, personal training, ejercicios integrados auditivos, todas iniciativas con el mismo afán de reflexionar nuevas direcciones, de proteger mis horas frágiles del embate de los cambios. 

Vino a mí, en esa fase experimental, la idea de retomar una afición de niño… pedalear.  Por qué no?, pensé.  Mientras admiraba los distintos modelos y la parafernalia inacabable de accesorios de la tienda, recordé que muchas cosas de mi vida cambiarían dramáticamente en pocos días.  Sea donde sea que ocurran, tal vez será mejor que me pillen pedaleando, pensé.  Y  salí orgulloso con mi bicicleta nueva -una montañera simple, aunque algo fintera-, un casco protector color gris y uno que otro adicional.  No pensé demasiado en qué tan amplia podría llegar a ser esta nueva afición.  Me llevaba en la maletera del auto una nueva herramienta complementaria para mitigar el dolor y la incertidumbre, y eso bastaba para el momento.  Inicialmente, sería cosa de salir a pasear por ahí, de llevarla a la playa algunos fines de semana y, tal vez, llegar al trabajo pedaleando un día que otro.  Total, mis oficinas quedaban a 6 cuadras. 

Algo de ejercicio, ojalá que todos los días, pensé.  Si consiguiera venirme a pedal hasta el trabajo, me evitaría el diario dolor de huevos que era estacionar mi camioneta en el closet de cemento que me habían asignado como parking.  A la hora de mudarnos a las nuevas oficinas, algunos meses antes, la mafia de los estacionamientos había repartido los lugares en cualquier orden menos el que se debería.  No primó ningún criterio racional en la repartija, salvo la excepción lógica que le delegaba los mejores lugares a los dos socios fundadores y a sus visitantes.  Después de ellos, venía el diluvio.  No importaban ni la jerarquía del individuo ni el tamaño de los autos.  Lo que sí estaba claro era que mi absoluta falta de roce con el submundo administrativo de la oficina -combinada con haber llegado tarde y desinformado a la repartija-, me condujeron hacia el peor lugar posible: un pequeño cofre de concreto desigual, con el suelo inclinado y las paredes descentradas, donde había que estacionar de retro rogándole al santo patrón de las camionetas para no quiñar la máquina.

Bueno, todo eso lo dejé pronto: el cofre de concreto y todo eso.  De mi decisión de andar por Lima en bici va ya un poco más de un año.  No hay mucho que explicar sobre la mecánica de andar en bicicleta en sí, pues la mayoría ha pedaleado por lo menos una vez, aunque aquella bici fuera un armatoste oxidado y sin velocidades, de freno contra-pedal, que los protegía de las caídas con sus rueditas laterales.  Así fue mi primera bici, la del parking al lado del parque, en Miguel Aljovín, en la Aurora, Miraflores; la de mi papá empujándome y yo sobre la marcha aprendiendo a que para avanzar hay que esforzarse y que, si no se tiene cuidado, uno se cae, y que para eso es siempre bueno andar por la vida con unas rueditas laterales de repuesto en los bolsillos (o en la cuenta bancaria).

Todos hemos experimentado el pedaleo.  Recibimos aquel arte de nuestros padres y lo transmitimos a nuestros hijos.  Pero, en el medio de la vida, la mayoría renegamos de esa disciplina.  Sólo unos pocos la mantienen como arte y deporte.  En cambio, las grandes mayorías nos enfrascamos en una vida dual y motorizada.  Andamos de peatones o andamos de auto.  No existe un punto medio entre nuestras suelas lentas y el ritmo veloz de la caja de cambios.  La tercera vía, la ciclovía, la abandonamos pronto en la vida.  Y nos acostumbramos tanto al motor a gasolina que llegamos a pensar que no hay otra alternativa para alcanzar los destinos que coger las llaves, desconectar la alarma, abrir la puerta, sentarse al lugar del piloto, cerrar la puerta, encender el motor, activar el aire acondicionado (o la calefacción) y despegar arrancado adonde el tiempo y la necesidad nos demanden.  Por eso, la historia de ganar una bicicleta es, en realidad, la de perder un auto.  Es rescatar una tercera vía que desplaza a las otras dos.  Para ingresar a la ciclovía, al “camino del pedal,” es importante ser consciente de que uno perderá su relación simbiótica con el apéndice motorizado, y que uno descubrirá muchas cosas distintas de su ciudad (y de sí mismo) cuando se pruebe el casco, monte encima de su bici y apoye los pies sobre los pedales por primera vez desde que era adolescente.

En mi caso, la apéndice motorizada es una camioneta Honda CRV que antes manejaba hacia cualquier dirección que estuviera a más de dos cuadras de distancia.  No es broma.  Solía manejar seis cuadras desde mi casa, en Miró Quesada, hasta el trabajo, en la esquina de Basadre con Camino Real.  También, me trepaba a la camioneta para ir tomar un espresso al Starbucks, que está a poco más de 2 vergonzosas cuadras de mi departamento.  Eran cuadras largas, fue mi excusa.  A veces, por el intenso tráfico que se formaba en las horas punta, podría haberme demorado menos caminando que manejando.  Aquella sensación de estar paralizado en una fila india de SUVs era terrible, y recuerdo que admiraba con una envidia inconsciente la libertad más lenta y constante de los jardineros, de los serenos, de los carretilleros, de todos los pedaleros que revoloteaban como pajaritos alrededor de nuestras varadas manadas metálicas.  Por qué no se me habría ocurrido antes ser como ellos?  Cómo puede el adicto imaginarse el día sin su dosis?

Un auto es una dosis.  Su mecánica obedece al mismo álgebra de las necesidades de un adicto a la heroína.  Por eso, les confieso que yo era un junkie de mi auto.  El placer inmediato de llegar a mi destino por la vía más corta es el mismo de una droga.  Las drogas cortan el camino hacia la satisfacción y doblegan a los sentidos.  Nada importa tanto.  Lo que nos rodea pasa a ser secundario.  Los demás son una cinta sin sonido.  Revolotean a nuestro alrededor como ejemplos sin utilidad:  los jardineros bicicleteros con sus herramientas al hombro y los hippies locos con audífonos que pedalean a la universidad no pertenecen a nuestro mundo. 

Cómo podríamos vivir sin auto?  Sólo prima en nuestras cabezas el cortocircuito de nuestra inyección, y las conspiraciones que nos permitan acumular dosis adicionales.  Lo mismo sucede con un auto.  Las calles y sus contenidos pasan a un escalón secundario.  Lo que importa es el placer de llegar.  Y en ese afán de cortarle pasos a la vida: todo gira alrededor de nuestras maniobras estresadas.  Y la desesperación de encontrar un parking para nuestro auto se parece a la del adicto que termina su viaje de crack y no sabe cómo hacer para conseguirse su siguiente viaje.

Mientras más usamos al auto, más lo necesitamos.  Nos desesperamos si lo abandonamos en el taller.  Nos da síndrome de abstinencia.  Renegamos cuando debemos caminar lo que antes surcábamos en cuatro ruedas, o cuando debemos treparnos al auto de otro o a un taxi.  Y, mientras más usamos al auto, más nos deshumanizamos y más miedo nos dan las alternativas.

“Ay, bicicleta con este calor, cómo vas a sudar”; 
“Brrrrrr…cómo puedes salir a la calle pedaleando con tanto frío?”;
“Qué miedo!  Andar en bicicleta en Lima….hay que estar loco para querer que te atropellen”;
“Qué, no te roban la bici si la dejas en cualquier lado?
Los adictos no desean abandonar sus vicios.  Inventan excusas.  Postergan las fechas límite.  Recaen.  Lo mismo sucede con los autos.  La “Vía del Pedal” no es fácil.  Es el Rehab del automóvil.  Debemos obligarnos, necesitamos superar el síndrome de abstinencia y llegar a destino.

Sobre el asiento de mi auto, postrado sobre mi trono de cuero, con los pies controlando los pedales, con las manos gestionando la música y el aire acondicionado, soy el soberano sobre ruedas.  La masa metálica de mi automóvil me protege y me da poder.  Freno y acelero sin esfuerzo, como un Dios despreocupado que desperdicia poderes que no le cuestan nada.  Mi empatía humana entra en conflicto con el animal interno, con ese dinosaurio colmilludo que desprecia a sus inferiores.  “Bah, peatones, kombis, ciclistas, mototaxis, ticos”, a todos podría aplastarlos con el borde de un parachoques.  Sobre el asiento de mi auto, soy un coquero de aquellos, fresco después de que una línea de cocaína nos recubrió de acero inoxidable.  Me siento el rey del mundo, duro y seguro: “Superman es cualquier huevón”, pienso.

No puedo negar que me costó abandonar mi acorazado; y que me sigue costando.  Intenté renunciar a la mecánica belleza de ese placer inmediato y no siempre me ha ido bien con la eliminación del vicio motorizado.  Aún lo uso para muchos destinos innecesarios.  La flojera o la prisa consiguen esas recaídas violentas.  Pero qué importa, ya empecé.  Empecé a ir al trabajo pedaleando, a pesar del invierno y a pesar del verano.  Para cada excusa de mi inconsciente adicto encontré una solución.  Para empezar, la bicicleta está instalada en un pasillo de la cocina, al alcance de la mano.  No hay excusas para no cogerla del mango y lanzarla a la vereda.  Que uno llega con la camisa sudada en verano?  Entonces te vistes con una camiseta y lleva la camisa en la mochila.  Que no hay por dónde circular y uno corre el riesgo que lo atropellen?  Pues a circular por las veredas o a descubrir las múltiples ciclovías que ya existen en Lima, como las de Arequipa y Salaverry.  Que no llegamos a tiempo?  Pues a salir antes de tiempo y a descubrir que, cuando se toman en cuenta el tráfico, los semáforos y las rutas, muchas veces podemos llegar en menos tiempo.

Hoy en día, intento mantenerme dentro de la “Vía del Pedal” si me toca llegar a algún lugar entre Barranco y Jesús María.  Son 15 minutos para llegar a los puntos más extremos.  Para rutas más largas, aún mantengo la camioneta.  Ir al sur los fines de semana en bicicleta tomaría de 5 a 10 horas.  Imposible!  Pero planeo expandir el horizonte del pedal aún más, e incluir rutas de 20 minutos y de media hora.  Quizás, eventualmente, mi radio de acción alcance Chacarilla, Chorrillos y el Cono Norte.

He dejado de ser un Junkie, por el momento.  No sé cuánto durará.  Pero va durando!  Me he liberado de la adicción a mi Honda!  Pero esta crónica de liberación ha sido sólo el comienzo de mi relato.  Falta describir lo que empezó con el final de la adicción.  Hasta ahora, me he detenido en el momento inmediato de la liberación.  Hasta ahora, les he contado lo que sentía el Junkie cuando usaba su droga.  Ahora, falta el relato sobre mi nueva “Vía del Pedal”.  Falta describir sus satisfacciones y sus peligros.  Dije que pedalear permitía conocer a Lima de una forma distinta, y que en el camino descubrían muchas cosas sobre sí mismos.  Pues eso será pasta de otros artículos.  Debo terminar, pues este Ex Junkie de los motores  se va a cambiar de ropa en este momento, va a coger la bici por el mango y va a guiarla a la calle a empezar el día con su pedal.