viernes, 6 de mayo de 2011

Les Paradises Artificiels:
Bali – Semiyak – Kuta – Uluwatu – Ubud – Karma 
Kundara  
- Part I Open Essay on Backpacking Madness
 
"And this is how I see the East. I have seen its secret places and have looked into its very soul; but now I see it always from a small boat, a high outline of mountains, blue and afar in the morning; like faint mist at noon; a jagged wall of purple at sunset. I have the feel of the oar in my hand, the vision of a scorching blue sea in my eyes. And I see a bay, a wide bay, smooth as glass and polished like ice, shimmering in the dark. 
 
A red light burns far off upon the gloom of the land, and the night is soft and warm. We drag at the oars with aching arms, and suddenly a puff of wind, a puff faint and tepid and laden with strange odors of blossoms, of aromatic wood, comes out of the still night--the first sigh of the East on my face. That I can never forget. It was impalpable and enslaving, like a charm, like a whispered promise of mysterious delight.”
JOSEPH CONRAD – YOUTH: A NARRATIVE

A Lament for Bali
Volando en Air Asia desde Denpassar hacia Bangkok

Este lamento vino a mí mientras cruzaba los bordes del precipicio del templo de Uluwatu artificialmente adornado por un sarong y autorizado a irrumpir por una tasa de 3,000 rupias que pagué en la entrada del recinto.  En teoría, esto nos igualaba a Pompeyo y a mí con las decenas de balineses que iban llegando en moto, ataviados de trajes sedosos y sombreritos blancos, prontos para celebrar el Saraswati, la fiesta de su dios del corazón.  No seríamos ciudadanos de su religión, pero sí nos daban el derecho de paso a sus ceremonias a cambio de un pago. 

El apego al ritual de los balineses me ha sorprendido.  Pensaba que el hinduismo era una religión desprendida y poco observante del día a día.  Y aquí lo que impera son los templos y las ceremonias y, por lo que entendimos de una belga con la cual abordamos con destino a Bangkok, aquí la superstición y el trabajo diario a favor y en contra de los espíritus es la norma.  Cada casa tiene un altar o, al menos, un pequeño adoratorio al cual se le presentan ofrendas contenidas en recipientes de hoja de maíz.  Se presentan las ofrendas y se enciende incienso y creería que todas estas obligaciones derivadas de la necesidad de complacer a los dioses eran descuidadas pero, no, hoy por la mañana en nuestra villa se presentó alguien, quizás uno de los guardias de seguridad o el muchacho de la limpieza –tal vez incluso un sacerdote de paisano-, trayendo consigo una ofrenda.  No reparó en nosotros, sino que silencioso se acercó a un modesto adoratorio de madera pintado de color dorado que colgaba de uno de los muros de la entrada y depositó allí una ofrenda que complementó con una rama de incienso encendida.  Cuando yo me acerqué a filmar la escena, él ya había desaparecido por la puerta.  De qué posible mal nos libraba?  Qué intangible bien traía a la casa con sus murmuraciones y manotazos?  No podré saberlo.  Nos toca correr lo más rápido posible hacia el aeropuerto.

Regresemos al templo de Uluwatu.  Mientras cruzaba por los muros y los árboles del jardín interior del templo atontado de calor crucé entre monos que robaban bananos de los turistas (uno quiso robarse mi botella de agua y lo entretuve unos segundos observando cómo con sus manecillas intentaba arranchármela) y llegué a la vereda que bordea el muro precario que da a los enormes precipicios de roca.

Y allí sentí pavor ante la belleza del lugar.  Una belleza con la cual no puedo comulgar como esos balineses que se arrodillan naturales en los recintos que me son prohibidos (salvo que casualmente uno ingrese por uno de los portones prohibidos y le ofrezca a un local 10,000 rupias por unos bananos).  Para ellos la enorme caída natural de roca y los océanos azules, la propia ola gigantesca que se forma y rompe algunos kilómetros más tarde en el point de tablistas, toda la escena, es una extensión de su religión, una porción orgánica de su vida.

Yo soy un factor externo.  Tal vez afecte la economía de la isla y sea parte de un enorme proceso occidentalizador y contaminante.  Pero sigo siendo un factor externo cuando se trata de sus rituales, de su vida íntima.  Me doy cuenta de que soy el mismo que buceaba en Cairns.  Puedo observar los arrecifes sumergidos y la vida que lo rodea.  Puedo, inclusive, tomar un pez globo con mis manos o acariciar los tentáculos de un animal marino, pero nunca seré parte del arrecife.  Encima, mi presencia sirve para desvirtuarlo con el tiempo.  El peso de millones de turistas acabará quizás por desbarrancar el templo y arrojarlo al precipicio.

Ayer, por ejemplo, al lado de Potato Head, un lounge, pudimos ver a cientos de balineses ingresando al mar y observando algún ritual de tarde, transitando sobre la arena infestada de ofertorios rellenos de comida descompuesta, frutas y demás regalos a sus dioses.  Pude ver a una vieja con las tetas al aire feliz en su desnudez, como lo fuera antes del dominio holandés y la imposición de las medidas de higiene estética de los colonizadores que ahora la madre patria indonesia musulmana ha reconfirmado con su “Ley de la Decencia”de 2008 que, entre otras cosas, prohíbe el topless.  Al lado de la vieja, niños eran bañados por sus padres, grupos de jovencitas incursionaban juntas por el mar y jovencitos la emprendían contra las olas.  Esta masa medio hindú y medio polinesia era un bello espectáculo que contrastaba con el domingo de ramos pseudo-europeo chic que se celebraba a pocos metros en Potatohead y que incluía búsquedas de huevos de chocolate para los niñitos rubios y mucho vino blanco francés al lado de la piscina para sus padres despreocupados.   Por un lado, una fuerza que no comprendo y alrededor de la cual camino con mi cámara en mano sintiéndome un extranjero alienígena, una fuerza exógena a los ritmos originales de esta isla.  Las niñitas sonríen, pero la vieja con las tetas al aire se revuelca en la arena y su mirada en mi cámara parece decir no has entendido nada, laki laki gantil. 

Por ello, regreso como vencido trayendo sólo imágenes de personas cuyo interior desconozco, tan ignorante como cuando ponía un pie fuera del lounge para andar por la playa.  Estoy de regreso en Potato Head, cómodo observatorio al lado del mar dirigido a australianos cosmopolitas que creen que porque se visten como italianos y beben vino sentados sobre camas que dan a piscinas artificiales son cool.  Camino y observo a europeos y norteamericanos de edad avanzada y cráneos calvos enrojecidos por el sol con ganas de recuperar la juventud persiguiendo sueños imposibles.  Estos aristócratas de una civilización que se desintegra y muere delante de mis ojos toman notas vacías en sus ipads al lado de mesas de mujeres que con su juventud y arrogancia los ignoran.   

Rafo pide una botella de vino más.  Estamos sentados en una de esas camas aspirando a ser un modelo de turista occidental más.  No somos diferentes de los australianos vestidos con politos rosados y azules con rayas y coquetos shorts color crema que sueñan con ser de esos italianos que hoy en día sólo existen en películas de los años cincuenta a bordo de yatecitos de madera recorriendo pueblitos bordeados de desfiladeros mediterráneos.  Los desprecio y al mismo tiempo los veo y me reflejo de alguna forma en su arrogancia ciega, destemplada.  No somos distintos del señor de pelo blanco con su calva blanca enrojecida, arruinada por el sol, ni de las indonesias y norteamericanas pitucas que nadan en una piscina idéntica a todas las piscinas del mundo, sólo que esta se encuentra milagrosamente frente al océano de Bali.

Desde Uluwatu y luego en varios lugares de la isla brota este lamento por Bali, por no haber conseguido conectarme con la pulsación que esperaba encontrar, por haberme descubierto contribuyente de la destrucción de esta isla, lejos de los sueños leídos en libros de Joseph Conrad o Emilio Salgari, de las leyendas de Lonely Planet, Trip Advisor, Wikipedia, por ser un turista más que es testigo de la descuartización de la naturaleza, del predominio del mal gusto, de la tugurización del ruido, del tendido indiscriminado de la misma red de trampas que constituye el turismo moderno.  En veinte años, regresaré a Bali a lamentarme y me sentaré en los lobbies de hoteles idénticos al resto del mundo a atravesar un paisaje indistinguible.  Será una nueva capital de las clases viajeras aspiracionales, deseosas de comodidad y homogeneidad.  Y alrededor de estos oasis de consistencia, se abrirán como círculos cloacales las carreteras, las filas repetitivas de palmerales, las torres cuadriculadas de hoteles, los malls siderales, los campos de golf, los beachfront lounges y demás subproductos de la fauna turística occidental mundial.  Y tendremos un nuevo campo cercado para que paste el mismo ganado.


Karma Kundara, un caro paraíso.  Kuta o el Corazón de las Tinieblas

“I saw him extend his short flipper of an arm for a gesture that took in the forest... to the lurking death, to the hidden evil, to the profound darkness of its heart.”
Joseph Conrad – Heart of Darkness

Disfrutamos del paraíso diurno de Karma Kundara, donde el mar rompe en una hermosa laguna de arrecifes que da a una playa de arena sobre la cual se posan altas quebradas rebosantes de vegetación, encima de las cuales se ve un hotel que debe ser el destino exclusivo de la realeza y las celebridades.  Y lo es.  Nos lo sugiere la presencia de la súper modelo blanca como cal y pelirroja encendida que nos toca en el elevador.  Pagada la carísima tasa de ingreso y habiendo descendido a la playa, podemos confirmar que teníamos razón.  Tipos con pinta de actores, supermodelos o billonarios, estiran las piernas desde sus poltronas y consumen tragos mientras ven a sus hermosísimos niñitos y futuros herederos jugar en paz en este paraíso privado.  Ojalá y todo Bali fuera así de hermoso y despoblado.  Pero no, es sólo un paraíso artificial, algo bello y eterno tomado por el hombre y suavizado para el disfrute de los que tienen el dinero, el tiempo y las ganas.  Hacia el oeste se perdían las verdes montañas y la arena, lejos del hotel y de los camastros y la cabaña.  Aquel lado de la playa prometía la soledad verdadera, pero aquella ilusión me abandona rápidamente cuando descubro que hacia el este ya se construye otro enorme bar y que, con el tiempo, más cabañas motearán las quebradas.  Poco a poco, llegarán más masas.  Y luego, quién sabe lo que pasará.

De la paz desolada de Padang Beach y sus cabañas de bajo costo para surfistas enfocados pasamos al infierno ruidoso de Kuta en menos de dos días.  Dios qué concierto del descuido, qué infierno oriental tan decadente como las peores esquinas de Shanghai durante la guerra del opio.  De esta cloaca emergen apestando todos los vicios del colonialismo aeroportuario, de la furia que desatan los millones de turistas que colonizan la isla por unos días buscando el paraíso sin la más absoluta conciencia del cáncer que dejan atrás.  Como en la fábula, el deseo de la felicidad crea las semillas de la destrucción.  Tal vez el infierno sea el resultado de un paraíso mal planificado y peor construido.  Demasiados inquilinos y ningún código de construcción han transformado a Kuta en un laberinto esculpido a punta de necesidad, egoísmo y una ignorancia de la estética colectiva combinada con la observancia de un individualismo constructivo que sólo puede generar favelas turísticas de la peor calaña.

No quisiera hablar de los turistas borrachos con cara de perdidos que le toman la mano a indonesias menores de edad de Jakarta vendidas a poquísimas monedas.  No quisiera hablar de los taxistas que cuadriplican o decuplican los precios agüeitando por turistas desprevenidos o de los maleantes que ofrecen drogas en la calle como mercachifles en un bazar.  Tampoco, mencionar a cloacas como el Bounty y demás bares del averno o criticar las calles rebasadas por el tráfico vehicular y las playas arrasadas por las noches de juerga donde flotan y conviven las bolsas y botellas con condones y las ofrendas putrefactas que el mar relava de los templos.

En este solar del absurdo, supuesto paraíso tropical convertido en infierno por masas de turistas ignorantes y de bajo presupuesto, desembarcamos una noche a darnos de encuentro con la mugre y la barbarie.  En la vorágine de tragos y música perdí el sentido, quien sabe si impulsado por el vodka que había consumido creyendo a mi hígado mayor de lo que realmente era, o si lesionado por el alcohol adulterado o, por último,  adormecido por tranquilizantes inadvertidamente introducidos en mi vaso por pandillas de raptores.  Amanecí en un taxi sin billetera, sin celular, sólo con mi reloj y la pita amarilla que me había amarrado una mujer santa (o su conveniente imitación) en Angkor Wat.  Qué fuerte, pensé.  Estuve en el infierno y regresé.  Nunca más volvimos a Kuta y, la verdad, no creo que nunca más vuelva a ese corazón de las tinieblas, al punto fecal del turismo moderno, al ejemplo de cómo los paraísos tropicales contienen la receta para construir dentro de ellos su propio infierno de cemento, putas, drogas y crimen.  Sólo queda aguardar que, en el futuro, dicho cáncer no se propague (tanto).

Quise recordar una descripción de Joseph Conrad sobre su llegada a la costa de las Indias Orientales.  Qué diametral diferencia.  Un continente vasto y verde encendido por el sol, limpio y promisorio.  A ello contrapongo los callejones de Semiyak, las tiendas donde se venden en serie polos de la cerveza Bintang, los árboles y postes plantados en plenas pistas doble sentido por las que sólo puede pasar con las justas un auto.  El enorme desarrollo que veo no ha conseguido más que arruinar el sur de la isla.  Y este cáncer se va proyectando a través de la carretera y aumenta con cada temporada turística, con cada nuevo proyecto.

En Rwanda han prohibido el uso de bolsas plásticas.  En Uluwatu, dentro del templo, puedo ver un enorme basural de ofrendas.  Algunas de ellas, han venido en bolsas plásticas.  Todo ese residuo orgánico salpicado de plástico será arrojado por una de las aperturas del muro a través del abismo y hacia el mar.  Será la mezcla de lo sagrado y lo eterno.  A sus dioses inmortales les ofrecerán no sólo su fugaz comida, sino que también el inmortal plástico que quedará como garantía de sus intenciones hacia los dioses flotando en los mares de Uluwatu y alrededor de todas las playas por los siglos de los siglos…

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